27 de octubre de 2014

* Un Culto Apasionado: Los Aztecas *

Los aztecas consideraban cuatro épocas anteriores, y las llamaban "soles". La quinta -en la que ellos vivían- era la última y debía acabar con un terrible terremoto, del mismo modo que las otras habían finalizado con grandes catástrofes (lluvias de fuego, huracanes...). Cada vez que acababa una era, quedaba una sola pareja mixta que daba inicio a una nueva generación. Los dioses, evidentemente, también intervenían en el principio y final de cada etapa, por lo cual era muy importante rendirles el culto adecuado.

Los sacrificios humanos que se ofrecían en los ritos aztecas no eran más que una versión humana de los que hacían entre sí los dioses para dar nueva vida al universo.

La concepción del cosmos en esta cultura es egocéntrica. Todo gira en torno al imperio azteca. Tenochtitlán es el centro del mundo y también del cielo. El mundo es una masa cuadrada de tierra rodeada de agua y los cielos están divididos en trece niveles, en los que moran los diversos dioses. Del mismo modo, bajo tierra existen nueve niveles; el más profundo, es el que alberga a los muertos.

En cualquier caso, este cosmos tan ordenado no contradice la creencia arraigada entre los aztecas de que el universo es dinámico. La inestabilidad es una constante en la visión mítica de los mexica. Los dioses se aman, se reproducen y se matan entre sí, provocando con ello enormes cambios en la realidad. Por ello, para poder controlar o provocar esos cambios, los aztecas creían firmemente en la guerra y los sacrificios rituales, que posibilitaban vida nueva, cosechas provechosas y progreso. La crueldad del rito azteca no es más que una lógica natural que se impone: la vida nace de la muerte.

La lista de deidades del legado azteca sobrepasa las seis decenas, aunque con dioses preponderantes: en el ámbito de la creación cósmica, la deidad determinante era Ometeotl, creador del universo. Por debajo de él son importantes sus hijos Tezcatlipoca, muy invocado por los chamanes, y Xiuhtecuhtli (dios del fuego). Por lo que respecta a la guerra, destacan Tonatiuh (divinidad solar) y Mictlantecuhtli, el dios de la muerte, pero sobre todo Huitzilopochtli. Este protector de los aztecas era el que recibía mayor número de sacrificios humanos. Las víctimas solían ser esclavos o guerreros enemigos capturados. Después de varios días de preparación ritual y tras un largo suplicio entre el frenesí de diversos instrumentos de percusión, se sacrificaba al prisionero y su corazón era ofrendado al terrible dios, que lo exigía para que su ira fuera aplacada.

También había deidades relacionadas con la fertilidad. La más destacable era Tlaloc, dios de la lluvia, que ocupaba un lugar tan prominente en el panteón como Huitzilopochtli.

El templo azteca, llamado teocalli, poseía espacios no sólo para las ceremonias, sino también para dormitorios, escuelas sacerdotales, piscinas sagradas, jardines e instalaciones para el juego de pelota.

Cada dios ejercía una relación tutelar con determinados grupos sociales. Pero el vínculo entre deidad y pueblo estaba muy reforzado por la función de un intermediario: el chamán, llamado en náhuatl teomama. No hay que confundirlo con el sacerdote (teopixqui). Sus funciones y características eran distintas. Los sacerdotes, poseedores de gran poder político, se recluían en una especie de monasterios, practicando la abstinencia sexual, y sólo socializaban durante las ofrendas y sacrificios.

Los chamanes tenían un contacto más directo con la población. Eran considerados hombres-dioses y su poder mágico era ilimitado: accedían a los dioses en visiones y comunicaban sus mandamientos al pueblo, por lo cual eran los encargados de guiar a los aztecas en las diversas migraciones que llevaban a cabo.

Además de sacerdotes y chamanes, existían adivinos, llamados tonalpohualli, que aplicaban el complicado ritualismo del calendario. Las ceremonias podían ser fijas (según el calendario normal de 365 días) o bien movibles: éstas dependían de un ciclo adivinatorio de 260 días y otros ciclos que determinaban la existencia de la buena o la mala suerte para el individuo y la comunidad. Los sacrificios humanos y las ofrendas a las diosas de la fertilidad se regían estrictamente por los diversos ciclos.

Honrar la maternidad también fue característica de las culturas que poblaron Mesoamérica antes de la Conquista. Una de ellas, la azteca, rendía culto a la madre de su dios Huitzilopochtli, la diosa Coyolxauhqui o Maztli, que era representada por la luna.

La mitología cuenta que durante la creación del mundo fue muerta a manos de las estrellas, que celosas, le quitaron la vida para que no diera a luz a su hijo Huitzilopochtli, quien representaba al sol, sin embargo, éste sí pudo nacer, venciendo a las tinieblas. Los indígenas rendían especial tributo a esta diosa y dedicaron a ella hermosas esculturas en oro y plata, que no sólo revelan profundo sentido artístico sino la importancia tan grande que ellos concedían a la maternidad.

El más representativo de estos rituales era el celebrado a mediados de la primavera, en el cerro del Tepeyac, con el fin de honrar a la madre de los dioses, Tonantzin, cuyo nombre significa «nuestra madre venerable».

Los festejos a la maternidad entre los aztecas eran de carácter sacro. Peregrinar desde distintos puntos del antiguo México para honrar a Tonatzin, era un acto de comunión cósmica y una ceremonia de reconocimiento a la propia madre.

Tonatzin, como dice la historiadora Viviana Dueñas, «era “la Madrecita”, y tenía por mayor atributo la vida; ella la daba. De allí su importancia y su fuerza más grande. Era el elemento vital de la sangre y, por lo tanto, también la guerra y la muerte eran sus atributos». En las fiestas se le invocaba como «madre de las divinidades, de los rostros y los corazones humanos». Tonatzin aparecía muchas veces, según cuentan, como una señora vestida elegantemente de blanco; de noche gritaba y pregonaba.

También cuentan que traía una cuna a cuestas, como quien trae a su hijo en ella; iba al mercado y se acomodaba entre las otras mujeres; más tarde desaparecía, abandonando la cuna por ahí. Cuando las otras mujeres advertían la cuna estaba olvidada, se asomaban a ella y encontraban un pedernal, con el cual se hacían sacrificios en su honor.